TÍOS COMO ROBLES LLORANDO A MOCO TENDIDO



Hace tiempo, una indeseable, de cuyo nombre no quiero acordarme, decía que “venía llorada de casa” y otra abyecta “personaja” decía que “los hijos no pertenecen a los padres”, frase esta última que ilustra el carácter psicopático, miserable y repugnante de la casta política. Yo he visto, escuchado, consolado y animado a “tíos como robles llorando a moco tendido”. Hombres cuya culpa principal era su condición biológica. Hombres que no venían llorados de casa, su lamento era infinito, ya que les habían arrebatado la esencia de su existencia, su descendencia, sus derechos y responsabilidades paterno filiales, por un Estado fallido y criminal que abiertamente te dice a la cara que tus hijos le pertenecen, a no ser que formes parte de sus innumerables subgrupos de oprimidos que les nutren de beneficios y poder omnímodo.

Fui cofundador, hace unos 13 años, de la Asociación Jiennense por la Custodia Compartida y en todo este tiempo he ido vislumbrando como España se había convertido en un laboratorio de ingeniería social, mejor dicho, un estercolero de las políticas más demenciales que hemos conocido en el siglo XXI, a saber, las políticas de identidad cuyo objetivo es fracturar a la sociedad, bajo el principio delirante de la interseccionalidad discriminatoria. Las políticas de género eran el pistoletazo de partida para la destrucción de las relaciones afectivas. Siguieron insistiendo hasta llegar a dividirnos por nuestra conducta sexual, recuperaron enfrentamientos raciales, religiosos, transculturales…, y ahora nos dividen por nuestra condición sanitaria (vacunación) o por lo calientes que estamos, es decir, entre “calentólogos” (adoradores del cambio climático) o escépticos. En consecuencia, en España un hombre blanco, heterosexual, católico, con coche diésel y no vacunado representa el mismísimo demonio. Todos seremos “negacionistas” si no asumimos su paranoico paradigma interseccional, globalista, ambientalista, feminista, y hasta metafísico.

Esta caterva de psicópatas tiene el escenario perfecto de impunidad en una España indolente y oligofrénica. En el año 2004 se consagró en este país la destrucción del Estado de Derecho con la promulgación de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Claramente descubrimos entonces que la separación de poderes en España era una comedia llevada al esperpento más dramático al día de hoy. Esta ley santificaba a España como el único país occidental en el que se producía la asimetría penal por razón de sexo, se invertía la carga de la prueba, el hombre siempre sería culpable hasta que no demostrase lo contrario, se crearon tribunales de excepción y la presunción de inocencia pasó a mejor vida, generando una inseguridad jurídica insólita en democracia. Es tal el extremo de perversión que algún intelectual de pacotilla llegó a escribir un infecto artículo titulado “Todos somos Ana Julia Quezada” como muestra de misericordia ante una asesina de un niño. Por no decir de todos aquéllos que gritaban el “Juana está en mi casa”, todos ellos colaboracionistas de actos criminales como loa a una igualdad diabólica. Y saben que, si estos actos criminales los hubiera cometido un varón, toda la turba igualitaria bramaría ajusticiamiento eterno.
 

Y es que, en un ejercicio diabólico y miserable de darwinismo social, la casta política actual, redentora y progresista, “calentóloga” e igualitaria, protectora e inclusiva…, pretende todo lo contrario, violentar y fracturar la vida intrafamiliar y la armonía social mediante todo tipo de leyes injustas y campañas de propaganda. Su actitud sociópata hace tiempo infectó el contexto educativo, provocando recelo y desconfianza entre niños y niñas, de ellos a sus propios padres varones, creando desorientación en relación con su realidad biológica y cultural o su devenir emocional y personal. La deconstrucción ya empezó y el transhumanismo viene a continuación.

 

En este ambiente criminal, un padre que tenga que poner fin a una relación sentimental, con hijos de por medio, se enfrenta a una auténtica travesía del desierto, a un auténtico infierno judicial, para intentar no perder los derechos y responsabilidades naturales paterno-filiales que les son inalienables. Han pasado años y aún recibo llamadas de hombres desesperados, al borde del suicidio y en la ruina emocional y económica que mantienen el pulso a un Estado criminal que les niega lo más valioso, sus hijos, que les han sido arrebatados y expuestos a un régimen de visitas, como si de presos o enfermos se tratase, “todo ello en aras del interés superior del menor”.  A todos los que posibilitan esta injusticia, os manifiesto mi mayor desprecio.

 

Pedro Ángel Latorre Román



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