LA GESTIÓN DEL DOLOR, UNA ALEGORÍA SCHOPENHAUERIANA APLICADA A LA CARRERA DE RESISTENCIA

 


            Observar cómo un atleta aficionado, veterano incluso, expone su cuerpo a un esfuerzo brutal, poniendo al límite la voluntad que le indica, ya desde los primeros indicios de sufrimiento que debe pararse, puede interpretarse desde varios puntos de vista: Psicológico, como instrumento benigno de regulación emocional (válvula de escape), o patológico; aquí nos adentraríamos en problemas de narcisismo (el campeón digital de los “me gusta”) y procesos adictivos negativos (entrenar estando lesionado, sacrificando o comprometiendo relaciones sociales y familiares). Sociológico: la épica del héroe cotidiano o campeón de “hojalata” que organiza su vida para ganarle al vecino del 5º y, aunque llegue de los últimos y no gane nunca, hace carreras de 100 km como escaparate de su carácter hercúleo.

Pero el análisis que quiero hacer en esta reflexión es puramente filosófico: un pensamiento vitalista a través del pesimista por antonomasia, Arthur Schopenhauer.

La carrera de resistencia es, en muchos sentidos, una alegoría condensada de la vida. La salida es el nacimiento y la meta es el final; todo lo que ocurre entre ambos puntos es un trayecto marcado por el esfuerzo y el desgaste. Cuando un corredor asegura que va “a disfrutar” una carrera, miente o se miente: una carrera no se disfruta mientras se corre, se sufre. El disfrute llega después, como una lectura retrospectiva del dolor: una forma de placer retroactivo que no pertenece al momento, sino a la memoria. La verdadera euforia aparece cuando la voluntad se libera al cruzar la meta y la cascada hormonal invade el cuerpo y, sobre todo, el cerebro: el alivio del dolor es la verdadera expresión de felicidad que sucede tras una carrera.

La vida es también una carrera de resistencia: un sinsentido marcado, como dice Schopenhauer, por el sufrimiento y el dolor, todo ello condicionado por “la cosa en sí”, la voluntad de querer, de desear, esa búsqueda inagotable de una felicidad positiva que nos lanza a una cascada adictiva de deseos infinitos. Para el filósofo de Frankfurt, el sentido de la vida consiste en liberarse de la voluntad de querer, que es la que nos hace sufrir. Por tanto, la liberación del sufrimiento ocurre cuando logramos detener o debilitar los impulsos de la voluntad. En consecuencia, la felicidad siempre es negativa y supone únicamente reducir el dolor y el sufrimiento.

Dado que la fuente del sufrimiento es interna, el camino es hacia dentro: conocerse, observar los propios deseos, identificar las pasiones y debilitarlas. La introspección es un modo de emanciparse de la compulsión de la voluntad. La meta última es la negación de la voluntad, un estado de quietud interior cercano a un ideal místico que podemos mimetizar a través del ascetismo o del atletismo en este caso.

Pero ¿qué tiene esto que ver con una carrera de resistencia?

A los pocos metros de la salida, el atleta ya siente dolor, empieza a sufrir; la “cosa en sí”, la voluntad del querer, empieza a manifestar sus intenciones martilleando nuestro cerebro con mensajes como “baja el ritmo” o, en estadios más avanzados, “retírate”. En esos momentos, el atleta, en un ejercicio sublime de introspección y conocimiento de todas las aferencias sensitivas que le ofrece su cuerpo: interoceptivas (ventilación, frecuencia cardíaca, sudoración), propioceptivas (fuerza, longitud de zancada) y exteroceptivas (distancia a los rivales o a la meta) ejecuta constantemente un mecanismo de anulación de la voluntad. No es la voluntad de seguir la que nos hace llegar a la extenuación y acabar la carrera; es la anulación del deseo de pararse la que triunfa.

Aquí entra en juego la gestión del dolor, que en términos atléticos podríamos asimilar a la capacidad o el arte de dosificar el esfuerzo a través de todos los mecanismos aferentes de introspección sensitiva. Por eso, en la carrera de resistencia, como en la vida, hay que conocer y dominar el cuerpo y no rendirse fácilmente a sus reclamos de placer y bienestar que exige la “cosa en sí” (la voluntad de querer). En ese silencio de la voluntad, en esa dosificación lúcida del esfuerzo, surge una forma particular de felicidad: la de avanzar sin ser esclavo del querer, de moverse sin ser arrastrado por la urgencia del alivio inmediato.

Así, el atletismo como el ascetismo es instrumento o un camino de vida virtuosa, que se recorre en soledad; es el aislamiento schopenhaueriano simbolizado en la soledad del corredor de fondo que, en un ejercicio de introspección radical, frente al bullicio del público y de los rivales, se enfrenta a sus debilidades, miedos y sufrimientos. En plena competición, el atleta puede llegar a experimentar un estado de flujo (Flow state) caracterizado por una altísima concentración, control de uno mismo, aislamiento del mundo exterior e incluso pérdida de la noción del tiempo; el dolor se diluye y se produce una suspensión momentánea de la voluntad, una fuga breve del querer que gobierna la existencia. El flow no es iluminación, pero sí una forma de silencio interior en el que el atleta experimenta, aunque sea por unos minutos, la paz que nace cuando la voluntad se apaga.

Para Schopenhauer, la vida virtuosa no consiste en heroicidades ni en grandezas ni en conquistar metas, sino en reducir el sufrimiento propio y ajeno. La compasión es la única verdadera virtud moral y consiste en ver en los demás el mismo sufrimiento que nos atraviesa a nosotros. Por eso, en los esfuerzos compartidos en cientos de entrenamientos y competiciones, no se debe ver al otro como un rival a batir, sino como un compañero de viaje.

Por eso defino al atleta schopenhaueriano como: humilde, compasivo y discreto, que no se excita ni por la derrota ni por la victoria, propias o ajenas, que no considera a nadie superior a otro porque todos tenemos la misma fragilidad. La verdadera grandeza está en respetar al rival, en admirar su lucha como un reflejo de la propia, en celebrar el esfuerzo antes que el resultado. El corredor que encarna esta visión no corre para humillar ni para glorificarse, sino para encontrarse, para mejorar sin competir contra nadie más que contra la voluntad que intenta detenerlo. Ése es el atleta virtuoso: sobrio, humilde, sereno, capaz de aceptar triunfo y fracaso con la misma calma. El atleta schopenhaueriano comprende que la victoria y la derrota son ilusiones del querer, espejismos que alimentan el ego y el sufrimiento

En ese camino virtuoso desde la irrelevancia, ya que una competición de resistencia para aficionados es algo irrelevante, como lo es la vida para Arthur Schopenhauer, el atleta schopenhaueriano llega a la meta, el final de la vida, superando el recorrido con el menor dolor posible, o con la mejor gestión de éste. En ello desemboca la felicidad y el bienestar que suceden al acabar la prueba: cesa el dolor, como cesa con la muerte. Lo que queda es la memoria del trayecto recorrido. El atleta ve no solo los kilómetros superados, sino también el precio pagado en sufrimiento, renuncias y momentos de lucha contra la voluntad, ese impulso ciego que en cada tramo quiso obligarlo a detenerse. Y así, al final, la meta no es triunfo ni gloria, sino una forma de serenidad: una ataraxia estoica.

Sin embargo, el modelo de atleta “schopenhaueriano” es una entelequia; lo que a diario observo es justamente lo contrario: el atleta narcisista y nihilista, un corredor devorado por la voluntad, que convierte cada zancada en una representación de sí mismo ante un público imaginario. Su existencia deportiva no tiene sustancia: solo deseo, apariencia y la necesidad patológica de un aplauso que no significa nada; un teatro de la representación donde la apariencia sustituye a la introspección y el aplauso digital ocupa el lugar del autoconocimiento.

 

Pedro Ángel Latorre Román

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

LO IMPORTANTE ES PARTICIPAR: PEPE APARICIO

EL MAYOR CONSTRUCTO IDEOLÓGICO CRIMINAL EN TIEMPOS MODERNOS: LA VIOLENCIA DE GÉNERO